domingo, 24 de julio de 2011

LEYENDA JAPONESA " AZUCENA"




Había una vez un príncipe que vivía en un castillo situado sobre una montaña. Un día, al volver hacia su morada después de un paseo por los alrededores, el príncipe se encontró con una doncella de sorprendente belleza.Los ojos negrísimos y profundos brillaban en su bello rostro, de facciones perfectas, y tez de porcelana, enmarcado por abundante y maravilloso cabello de azabache que bajaba en suaves ondas sobre el blanco vestido.
El príncipe quedó suspenso de admiración ante la hermosa criatura: bajó del caballo, se arrodilló ante ella, y con voz que temblaba por la emoción, le preguntó si quería ser su esposa.
-Con mucho gusto, hermoso príncipe- le contestó la doncella con voz que parecía música celestial. Pero te impongo la siguiente condición: no tienes que hablarme nunca de yerbas, ni de muerte, si no quieres perderme irremisiblemente.-No te hablaré nunca de ellas- le contestó el príncipe.
La invitó a subir al caballo y la condujo al castillo, donde aquella misma noche se celebró la boda digna de un rey.
Los esposos vivieron felices durante algún tiempo, pero su dicha suscitó la envidia de una dama de la corte, que no cesaba de espiarlos.
Cierta vez, la dama escuchó que la princesa le decía a su esposo:
-Has sido muy bueno has mantenido tu promesa, si durante tres días más no oigo hablar de hierbas y de muerte, el encanto que mi perversa madrastra, una maga poderosa, lanzó sobre mí, quedará desecho y en adelante, podré vivir feliz para siempre por lo que mi agradecimiento hacia ti será infinito.
La dama, al escucharla, se puso muy contenta por haber encontrado el modo de perturbar aquella felicidad que tanto le desagradaba. Acudió al juglar de la corte y le pidió que cantase aquella misma noche en el banquete del príncipe una canción de muerte. Después, la mala mujer fue al campo a recoger un haz de hierbas, que puso en la mesa en el lugar de la princesa.

Y así, satisfecha esperó los acontecimientos, que no tardaron en producirse.
Por la noche, los príncipes, radiantes de felicidad, entraron en la sala del banquete y se sentaron en sus sitios, mientras que el juglar entonaba una canción, ¡ay!, una canción de muerte.

Su felicidad había terminado. La princesa, al oír aquellas tristes notas, lanzó un grito desesperado, se puso blanca como la nieve y cayó de su asie
nto mientras sus piececitos tocaban el haz de hierbas.
El príncipe corrió junto a ella y la sostuvo con sus fuertes brazos más la pobrecita se encogía a ojos vistas y muy pronto, el esposo tuvo en las manos nada más que una flor de largo tallo y corola en cáliz, una flor de blancura inmaculada, una Azucena.
La maldad y la envidia humana, desgraciadamente habían triunfado; pero la bella princesa vivió eternamente bajo la forma de esa cándida flor, emblema de pureza y de la juventud.

domingo, 3 de julio de 2011

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